miércoles, 30 de noviembre de 2011

Cuando me convierto naranja...

Ir al beis es una experiencia nueva cuando se trata de observar con detalle los espacios y las interacciones durante el juego; hace mucho que extravié mi vaga pasión por los Naranjeros, no sé si fue perdida del interés o si en realidad nunca me gustaron lo suficiente, a excepción de “el venado” un jugador esporádico que nadie recuerda pero que siempre me provocaba una emoción repentina en las dos últimas entradas. En mi última visita reviví las anteriores y descubrí además cosas no nuevas, sino que estuvieron siempre allí esperando un grupo de estudiantes que las notara y tratara de describirlas.
Dicen que Sonora es beisbolero, pero yo pienso que está dicho y hecho por pura inercia –de los dientes para afuera- basta con ver los alrededores de la ciudad en donde reinan las canchas de futbol y básquet sobre las de beisbol en un 10 contra 1.
En una tarde domingueramente rosa y con buena compañía me dirigí al Estadio Héctor Espino, por cuestiones de tráfico –que el reciente puente de enseguida no puede resolver- y de estacionamiento –que bien resuelve el Wall-Mart de enfrente- llegué empezada la segunda entrada. Las personas que cruzaron-corrieron el solidaridad para llegar al estadio a pesar de portar unas grandes chamarras y gorras alusivas al equipo –a las 5 de la tarde sin frio ni sol- no mostraban el mínimo interés por apresurar el paso para evitar perderse parte del juego, incluso llegamos todos tranquilamente a comprar los boletos en donde la fila no escaseaba a pesar de que estaba por empezar la tercera entrada. Ahí los compradores – con excepción de esta servidora- conocían bien donde deseaban sentarse; “7 para el lateral derecho, en medio” dije, y si no fuera por que ya conocía el precio, me hubiera molestado tanto el saber que 4 asientos a la izquierda del mío más un cerco se reducía en un 50% la tarifa.
Los nuevos boletos son supersónicos se les acabó lo naranja, plateados con amarillo parecen entradas para un concierto, además al entrar, después de darle una checada a tu bolsa no para saber si traes armas sino para quitarte sabritas, sodas, agua –excepto cacahuates-, pasas el boleto por una maquinita manual que hace un “pip” y una persona después le corta una pestaña, ¡pero que lio para entrar!. Nada parecido tiene a un juego amateur, donde te estacionas regularmente en grandes solares y después de atravesar una nube de polvo te sientas cómodamente en el lugar donde está el apoyo de tu equipo o más bien, donde está ese conocido tuyo al que echarás porras.
El estadio verde como siempre, adornado con naranja y unas grandes rampas para subir con la retaguardia sobre-exhibida; si subes por el camino adecuado no tendrás que pasar por el centro que está repleto de tiendas de comida: quesadillas, nieves, burros, pizza, cerveza y todo lo que se derive, además de unas banquitas y unas pantallas para que no pierdas un segundo del partido mientras sacias tu apetito; pocos son los que voltean a verlas, al menos que sean momentos cardiacos del juego. Me pregunto yo: ¿por qué pagar de 35 a 200 pesos en un asiento que no ocuparás por estar en el bar viendo el juego?.
Pasas por la grande fila del baño (a pesar de que hay muchos inodoros) y te ruegas recordar no tomar suficiente líquido que te exija ir. Otra rampa y visualizas el estadio, grande y verde, un espacio para discapacitados y puesto tras puesto de comida. Para llegar a tu asiento te guías por las letras casi invisibles de los escalones hacia abajo; si la vista de tu asiento no te convence -mas si eres un inexperto para comprar boletos- haces lo que todos acostumbran: te cambias a otro lugar, pero siempre a la expectativa de que llegue el propietario y te mueva, y así sin vergüenza- porque es rutina- lo haces.
Ya instalado cualquier cosa puede distraerte, los vendedores que se pasean entre los asientos: los de tecate que resulta casi un lujo llamarle, el pípila con chocolate caliente, sabritas, duros, palomitas, manzanas, pan, cacahuates y hasta salchichas preparadas que ya llevan a tu asiento. Los que hacen rifas –que realmente desconozco la dinámica al igual que el gringo que recibió burlas de la gente al ganarse la jersey con sus “oh oh, ok ok”-, tatiana que se pasea por todo el estadio pintando naranjas negras en las mejillas, banditas para la cabeza, etc. “Pura gastadera” escuché de una señora.
Mientras el estadio se va tupiendo de basura en los pisos, el juego continua y la afición distraída como siempre, aplaudiendo cuando los demás lo hacen, por pura inercia y sin saber porque lo hacen. ¿Dónde queda la pasión para apoyar el equipo, tal como en el sur de México se desviven por el futbol en los estadios?, ¿Tendrá que ver el hecho de que han tenido una temporada mala?, si fuera así ¿porque seguir asistiendo desinteresadamente y además de ello portar el logo en una camiseta o una chamarra?.
Cada que anuncian a un jugador ponen una canción diferente (que él mismo elige), cheras, no tan cheras, bailadoras, y brincadoras, pero con este gran cambio ya no se conoce a ninguno, al menos a Durazo al que se evita abuchear por sus constantes fallas. El juego continua y la entrada semi-cardiaca es hasta las tres últimas donde se ve una atención parcial, personas de pie, otras aplaudiendo y otras preguntando ¿Qué pasó?, ¿Eso que significa?, ¿ya perdieron?. Ni que hablar del marcador, que solo la gente conocedora puede decifrar. Los abucheos al equipo contrario y al propio, y no falta el “¡ampayer chivo!”
Las cosas son mas sencillas en un juego no profesional, llegas y te sientas donde está el apoyo del equipo, en un espacio no cerrado y con unas cuantas gradas, no tienes la presión de la mercadotecnia sobre ti y además pones atención en el juego, todo es mas familiar y el publico regularmente se conoce entre si. Las porras sinceras y atentas, menos los niños distraídos que juegan por ahí. Risas, porras y aplausos, un ambiente que se percibe mas directo y sinceramente te sientes mas conectado con el juego y los jugadores. Te evitas la fatiga de tener que comprar una camiseta y te limitas a echar en una bolsa las botanas que consumirás durante el juego. Al final, después de unas cuantas groserías y abucheos, todos terminan casi contentos y juntando la morraya para pagar la renta del lugar o al ampáyer.
En el estadio las canciones tradicionales para el público, esas donde mueves el brazo, te sientas y paras o golpeas el piso con los pies, las lanzan todas juntas, pero la afición responde y le divierte después del monótono juego. La pantalla donde aparece repentinamente el público ahora es de protagonismos y solo aparecen muchachas guapas, ya no es como antes que exponían derrepente a alguien haciendo una graciosada, festejando y hasta los que hacían que se dieran besos.
De cuando en vez aparece un Beto coyote que hace reír a unos cuantos, pero que sigue siendo la expectativa de todos aquellos despistados, unas bailarinas sexys o la entrega de premios pero dirigidos solamente para el publico central, ya que la mala calidad del audio y de la pantalla imposibilitan una buena recepción. Todo el estadio esta compuesto por una división elitista, los centrales y los palcos no se comparan al área de bleacher a excepción de la tecnobanda y la fiesta de éstos últimos. Resulta también elitista adquirir las gorras o jersey alusivas al equipo, a excepción de algunos aficionados en los laterales.
Creo haber visto a Hector Espino dentro del estadio, justo enfrente de los “números legendarios” con 3 espacios por llenar (no esta temporada), y enseguida de los promos y muchachas de la bimbo y la coca cola.
Tal como dijo un niño en el baño “los naranjeros están ganando pero nomas juegan con nuestros sentimientos, ahorita van a perder”, a mi parecer las personas hemos perdido en cierta medida el gusto y el amor por el equipo, la identidad se refleja solo en la tecate que todos toman, pocos saben porque el símbolo es una naranja y solo se recrea cada juego un espacio de fiesta y distracción social.

En resumen, volveré cuando sea a causa de una invitación y no a lateral, donde seguro es no me extrañarán

domingo, 6 de noviembre de 2011

pendiente

Podría pedirte que me evites en los mitos y me alucines ... que desde aquí se va aclarando un espejismo de tus formas en lo venidero.

Podría pedirte que me evites prescindir de ti

jueves, 3 de noviembre de 2011

A mi las calaveras me pelan los dientes...



Entre las preguntas de una niña curiosa de 5 años de porqué los pájaros vuelan o porque el cielo es azul, recuerdo en una ocasión haber corrido y asaltado sorpresivamente a mi mamá: “¿Por qué el pan de muerto se llama pan de muerto?”; ella con toda esa sabiduría maternal respondió: “porque está hecho de polvos de los muertitos del panteón”. Yo no supe que responder, no podía más que imaginarme como los panaderos del ley se paseaban por entre las tumbas con pequeños recogedores y escobitas diciendo “Buenas noches, con permiso, con permiso”, ¿no les dará miedo?, ¿les jalarán los pies en la noche?... ¿será que en una de esas me comí a mis abuelitos?; lo último que tuve en ese momento fue asco, pues aunque ese pan sepa a papel es imposible dejar de pellizcarlo y entre trozo y trozo chuparse los dedos por el azúcar que se les queda adherido.


No tengo recuerdo de haberme disfrazado para halloween más de tres veces, pero sí de haber comido pan de muerto con chocolate abuelita (ahora soda con hielo) año con año. Se de personas que no tragan el 31 de octubre, fuera de los disfraces y los dulces “son cosas del diablo” pero si nos extraemos de nuestro entorno y nos visualizamos desde afuera… ¿Qué cosa mas terrorífica hay que un pueblo entero festejando la muerte?.


El mexicano, rie, llora, se indigna con la muerte y la ridiculiza; la sufre una vez y la goza un dia cada año.


Le construye altares, la divulga en murales y fotografías, le compone canciones, corridos, poemas y calaveras literarias.


A la muerte se le tiene amor,¿ que mas prueba de ello que el dedicarle un día festivo y la creación de una catrina para engalanarlo?


No hay nada mas vivo que el dia de muertos, los panteones se convierten en festines coloridos: flores, veladoras, rosarios y cantos; gentes paseándose y nocturnando entre las tumbas, loterías y barajas, platicas apasionadas y fotografías; una botella, unos cigarros; las comidas favoritas para que el pariente cuando llegue no pase hambre, tamales, café y un menudito para el frío; buen festín es el que se dan al siguiente día los vagabundos de los alrededores, no hay bronca si les jalan los pies.


Fantasmas ¿Cuál miedo?, todos esperan una pequeña manifestación de aquel que extrañan. Delante de las tumbas, los altares y las fotografías no esperan las resurrecciones ni un Lázaro caminando, quieren escencias, ruegan presencias que los tranquilicen, una señal que les indique “aquí estoy, aquí te espero”.


El mexicano le alza un altar a su ser querido, que es mitad amor mitad muerte, son inherentes. Pero que re-chulo monumento! Flores, dulces, cañas, naranjas, pan, veladoras, botellas, juguetes y papel picado distribuido en tres pisos. Digno de apreciación.


Supe una vez de una persona cercana que puso en su congelador al perro muerto de su marido, hasta que éste ultimo volviera y lo viera por ultima vez lo hiba a enterrar; yo no entiendo el apego que sienten los demás al cuerpo amado inherte, tampoco llego a comprender las tradiciones en su totalidad, pero disfruto el observarlas y es maravillosamente delicioso vivirlas.


Sobre mi muerte y mi pronto renacimiento tengo mis propias acepciones… bien dice Garcia Marquez “Cada quien es dueño de su propia muerte”.