Al Mercado Municipal de Hermosillo le pasan los años en balde, más allá de una manita de gato a la fachada y una pintadita beige que le dieron hace poco tiempo, se resiste para conservarse a si mismo; los olores, los pequeños puestos con muebles viejos, las barras de azulejo desgastado y las mismas personas concurriéndolo preservan su esencia.
Por fuera entre la “Parisina” y el Mercado se encierra una pequeña plaza con bancas, maceteras y una fuente verde con el agua estancada; ahí los ancianos, en su mayoría hombres de sombreros vaqueros, se sientan a pasar la mañana o la tarde platicando con desconocidos pero siempre coincidiendo entre si en épocas, lugares y sabores que los hacen conectarse y entablar conversaciones de horas y horas, al final del día serán amigos y tendrán suerte de concordar en su próxima visita. Los rodean la señora de los chiltepineros a 10, los peatones, la señora paletera en minifalda y los curiosos que se detienen entre paso y paso a analizar la convivencia familiar. Con cuatro relojes coronando el edificio y unas letras con el estilo de cualquier centro histórico; alrededor están las mercerías en las que no cabe un listón más y que huelen a popurrí, las joyerías y tiendas de bisutería donde compras lo que no necesitas. Puedes ingresar al mercado por cualquiera de las 8 entradas, depende si quieres comida, café, carne o verduras. Las barras de azulejo del café “Elvira” o “La Colmena” siempre llenas, pero vale la pena por el rico menudo, el pozole, los tamales, molletes, quesadillas o el café colado a cualquier hora del día y sin importar el calor infernal de la ciudad, unos abaniquitos bastan y sobran. Los vendedores de comida te asaltan con sus invitaciones (aunque no quepa un alma más sentada) a tal grado que te hacen sentir obligado a comprarles, y no hay que olvidar que ahí adentro hasta la personas morenitas como yo somos güerita y güerito ...siéntese!.
Te adentras y encuentras al medio puestos de verduras y frutas, de comida, carne y pollo colocados a la intemperie; ahí las señoras que viven alrededor van a hacer sus compras para la comida diaria y seguro es que se olvidan de las medidas de salubridad y de la leyenda urbana de que durante la remodelación de hace poco tiempo hizo que salieran ratas de a montón; tal vez esas manos no tan limpias de los vendedores es lo que vuelve más rica la comida. Hay adentro quien arregla relojes, vende especies, canastas, dulces y piñatas desteñidas. La música para amenizar el ambiente que es común en cualquier supermercado, ahí adentro no hace falta, no hay quien se aburra platicando con los vendedores a los que conoces de hace tiempo de “don” y “doña” (suficiente con eso) y si tus visitas no son tan concurridas, fácil es detenerse a platicar tu vida resumida en media hora: la comida que harás, los hijos que se casan, las enfermedades y los males que te acechan. Los olores no se distinguen como individuales, huele simplemente “al mercado”.
Podría parecernos que con el tiempo el mercado se ha modificado, pero en realidad sigue siendo el mismo desde que nacimos, lo que cambia es la concepción que tenemos sobre él y los diferentes elementos que alcanzamos a apreciar basándonos en nuestra edad, nuestros intereses y lo que buscamos encontrar o aportarle. De niños por ejemplo, es siempre una pesadilla pasar por ahí, vas con tu mamá de la mano, notas como poco a poco te acercas al edificio y disimuladamente vas ensayando cómo aguantar la respiración por el mayor tiempo posible aunque eso signifique un desmayo, toda tu concentración está en cómo evitar ese olor repugnante, y ya que los pequeños pulmones no dan para más no queda otra que respirar por la boca o ya de plano taparte la nariz con la mano pensando en cuanto tiempo faltará para llegar al “aire limpio” del centro; es terrorífico cuando te toca ver como bajan esos grandes lomos de carne de los camiones y los ponen en los diablitos para llevarlos adentro, donde unos señores con delantales blancos y manos ensangrentadas los cortan con tanta fuerza, tal como un leñador descarga su enojo en un tronco de madera, lo terrorífico de la escena aumenta cuando tienes una tía como yo a la que has escuchado decir: “si se portan mal, los voy a llevar al mercado a que los hagan chorizo”. Ya que has pasado los 10 años de edad, estas completamente dispuesto a tolerar en lo posible el olor, con tal de entrar por una malteada prometida después de un cansado recorrido por el centro de la ciudad y al pasar observas atónito a las señoras gritando enérgicamente del otro lado de la barra: “pásele, pásele”, “aquí lo atendemos”,”siéntese güerita”. Después de unos 3 minutos de decisión entre chocolate, fresa o vainilla, contemplas como hacen tu malteada en esas maquinas plateadas y piensas “ojalá tuviera una de esas en mi casa”, ya servida (en una copa de vidrio que es más grande que tu estomago), das el primer sorbo y se te olvida todo olor, todo ruido ajeno y todo comienza a sentirse familiar.
Cuando pasas los 18 y eres capaz de deshacerte de los prejuicios que mantuviste por largo tiempo y no te has vuelto pipiris, entras por un café o una soda de vidrio cada vez que tienes la oportunidad; has perdido claramente el miedo.
Si ya no eres tan joven éste es un lugar para saciar el hambre y las ganas de conversar, vayas solo o acompañado puedes salir de ahí satisfecho de ambas. Si te detienes a observar, verás como sigue siendo el mismo banco café, la misma malteadora mismos olores que ahora parecen agradables y aquel señor carnicero al que temías posiblemente ahora es tu amigo. Todo parece tan hogareño y tan parte de ti.
El Mercado Municipal representa para algunos un ícono importante de nuestra ciudad, para otros es una segunda casa y hay quienes no soportan siquiera la idea de pasar por ahí ( y no precisamente solo niños); a pesar de eso nunca se le ve vacío, siempre tiene vida por dentro y fuera aportada por aquellas personas fieles al lugar.
Seguramente mi concepción ha de cambiar con mis años, pero cierto es que el Mercado Municipal de Hermosillo partirá de una misma médula y su naturaleza no sufrirá modificaciones en tanto los visitantes tenga el rico afán se conservarlo.